Hay un tercer remedio para adquirir la desconfianza en sí mismo (respecto al
lograr conseguir por nuestra propia cuenta la santidad) y consiste en acostumbrarse
poco a poco a no fiarse de las propias fuerzas para lograr mantener el alma sin
pecado, y a sentir verdadero temor acerca de las trampas que nos van a presentar
nuestras malas inclinaciones que tienden siempre hacía el pecado; a recordar que
son innumerables los enemigos que se oponen a que consigamos la perfección, los
cuales son incomparablemente más astutos y fuertes que nosotros y aun logran
hacer lo que ya temía san Pablo:
"Se transforman en ángeles de luz, para engañarnos" (1Co 11, 14)
y con apariencia de que nos están guiando hacía el cielo nos ponen trampas contra nuestra salvación.
Con el salmista podemos repetir:
"¡Cuántos son los enemigos de mi alma, Señor! Y la odian con odio cruel". Y no nos
queda sino repetirle la súplica del Salmo 12:
"Señor: ¿Hasta cuándo van a triunfar los enemigos de mi alma? Que no pueda decir mi enemigo: le he vencido: "Qué no se alegren mis adversarios de mi fracaso".
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